Por Miguel Ángel Martínez. Vocal Suplente del Consejo Directivo del Colegio de Abogados de Entre Ríos.

“Ya sabía la acción de Obligado; ¡qué iniquidad! De todos modos los interventores habrán visto por este échantillón que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca…” General Don José de San Martín, 10 de mayo de 1846.

Corría el año 1845, Gran Bretaña y Francia las grandes potencias europeas, navegando a su antojo el Río Paraná, pretendían obligar a la Argentina a reconocer sus ríos interiores como no sujetos a su soberanía y permitirles comerciar libremente a través de ese río.
Con el solo argumento de su prepotencia colonial se plantaron aquel 20 de noviembre en aguas del río Paraná, sobre su margen derecha, en el norte de la Provincia de Buenos Aires, en un recodo donde el cauce se angosta y gira, conocido como Vuelta de Obligado.
Ante este atropello a su Soberanía Nacional miles de argentinos se convocaron para defenderla aún cuando en la empresa les fuera la vida.
A 175 años de esta gesta gloriosa librada en defensa del honor de la Patria, me permito esta licencia con el solo propósito de homenajearla a través de la figura de un gran entrerriano, el gaucho Antonio Rivero, nacido a principios del siglo XIX, en Concepción del Uruguay, convocando además a los argentinos a cumplir el deber patriótico de honrarla y reclamar a sus dirigentes el compromiso de preferir primero la Patria, luego los compromisos de Partido y por último las conveniencias personales.

LA TARDE GLORIOSA DEL 20 DE NOVIEMBRE DE 1845
¡Los gringos, se vienen los gringos! El galope del caballo y los gritos del jinete rompiendo el silencio del amanecer de aquel 20 de noviembre de 1845, levanta al campamento. Enseguida, hombres y corceles se ordenan alrededor del General Mansilla que blandiendo el sable pide luchar por la Patria aunque ello los lleve al más sublime de los sacrificios cual es el de morir por ella. Suenan las estrofas del Himno Nacional y el juramento de morir con gloria estalla en las gargantas de aquellos valientes. Enseguida cada uno corre a enfrentar su destino, ¡que sea lo que Dios quiera!, se dicen, ¡nadie se echara atrás!
…..Agazapado entre los arbustos, cerquita de los amarraderos de las cadenas que cruzan el Paraná, espera con los suyos la orden del Capitán…. No hay fusiles solo algún trabuco, sables y alguna chuza enmohecida ¡pero eso qué puede importar!, se dice el gaucho Rivero que bien sabe que no hay cuero que aguante el filo de su facón.
¡Al ataque, a matar a los gringos!, estalla la orden y en tropel aquellos valientes se empujan para ser el primero en escarmentar al intruso y en la atropellada estaba Antonio Rivero el gaucho entrerriano que supo de otros cruces no menos bravíos y con el mismo enemigo.
El poncho rojo punzó que revolea en el aire y el tremendo facón que destella reflejos del sol de la tarde, le abren paso para mezclarse en el torbellino mortal del combate. De pronto una chaqueta colorada se le para adelante y el tiro del fusil le pasa cerca, enseguida el inglés le lanza un puntazo con su bayoneta que el facón desvía. Pero nadie puede con su destino y el final del valiente estaba escrito aquella tarde, gloriosa tarde del 20 de noviembre de 1845. Un inglés lo acomete por la espalda hiriéndolo, el gaucho se da vuelta y lo despena con un solo tajo de su facón. Eso es todo, cuando se vuelve es para encontrarse con la bayoneta enemiga que le atraviesa el pecho y lo clava contra el tronco seco de un viejo árbol, pero de nuevo su facón bebe sangre inglesa aquella tarde, gloriosa tarde del 20 de noviembre de 1845…..
Antonio Rivero soltó la maraña de pelos rubios manchada con su propia sangre y el cuerpo del gringo se fue deslizando despacito hasta caer rendido junto a sus pies, no tuvo fuerzas para arrancarse la bayoneta que seguía atravesando su cuerpo hasta incrustarse firmemente en el tronco seco de un árbol. Imaginó a Jesús clavado en el madero muriendo para redimir los pecados del hombre y el pensamiento dibujó una extraña expresión en su cara, ¡pucha digo compararme con el Santo, justo yo un pecador y de los piores!.
Siguió como podía tratando de soltarse, pero nada. De pronto sintió que el tronco se movía lentamente hasta caer al río y meciéndose con la corriente se fue río abajo…el tronco y el hombre que moría.
El calor del sol le daba abrigo y calmaba el dolor del cuerpo herido. Lamentó el descuido que le dio al inglés la oportunidad para ensartarlo…. ¡ese gringo no me hubiera durado un suspiro, murmuró, si me bastó apenas un manotazo para agarrarlo de las crines, degollarlo y sostenerlo junto a mi cuerpo para evitar caer con él al piso, pues se dijo, ¡nunca me pondré de rodillas!, ¡solo ante Dios!, ¡pero nunca frente al enemigo!.
Demasiada gente había visto morir en su vida para saber cuál era su destino. Es el fin se dijo, lamentando no haberse llevado algún otro ingles al infierno, ¡la pucha si recién me estaba calentando!. Pero estaba el río se conformó, su querido río que lo mecía suavemente en una extraña travesía, sin tiempo y con un solo rumbo que de conocerlo calmaría su alma y lo llenaría de alegría.
Ya no escuchaba la voz ronca del cañón, ni los gritos de ¡muera!…..¡viva!, ni las voces de mando!, tampoco los ayes de los herido!, solo el río y sus murmullos, el canto de los pájaros y el roce del viento al doblar los sauces para acariciar el río.
De pronto el silencio, extraño silencio lleno de armonías. Ya no había ni bayoneta en su pecho, ni sangre de heridas… ¡ni siquiera heridas!, solo el río, el querido río y también Concepción del Uruguay, su cuna, la que baña el río.
Y Antonio Rivero, el bravo entrerriano que por defender la Patria ofrendó su vida, se hizo inmortal esa tarde, la tarde gloriosa del 20 de noviembre de 1845 cuando el sol se apagaba y el día moría.